martes, 25 de febrero de 2014

Fui feliz.



Verse en fotos con rastas, con el pelo corto, sin rímel, más gorda, dormida, borracha, fumada y ensetada paseando por un Ámsterdam naranja. Ver París por todas partes, ver fotos de mendigos en el metro. La Torre Eiffel de noche, al amanecer, desde arriba, desde abajo, del revés, entre las piernas, en la boca. Ver el Arco del Triunfo en exactas posiciones. Y Montmartre. Y la Ópera. Y el Louvre. Todas las salas del Louvre y del Orsay. El Sena y la luz que es verdad que tiene. 

Ver también la estación de Bastille, los cafés, Barbès, las trufas gigantes del Faubourg Saint-Germain. Ver el bar Liberté y las colillas de Fleur du Pays. El sabor del Fleur du Pays en la piel caramelo. Cada RER, cada calle, cada banco. Los guitarristas de las orillas del Sena. La certeza de saber que nunca volverás a ver a la rumana loca con la que lloras esa versión fácil de Stand by me. El campus cada domingo. La vida hecha píxel.

Ver el Mont-Saint-Michel sin gente. Saint-Malo en temporada baja. Los tobillos hinchados de Sara. Ver su sonrisa falsa de cada foto, arrepintiéndose de haberme seguido a la locura del invierno bretón.

Ver a Sara con el pelo corto, más gorda, dormida, fumada. Ver tazas y ceniceros en el suelo de goma gris. La mancha de pintauñas rojo de uno de tantos cigarros de dudas. Ver a Sara por todas partes. Ver a Sara llorando muchas veces. Verme a mí llorándole a Sara muchas veces. Ver a Sara con Sésar todavía. Verla por fin feliz y dejarla disfrutar. Ver las maletas de ida, las maletas de vuelta, a la negra que se ganó con la sonrisa más grande del mundo que la dejáramos copiar nuestro examen de Syntaxe espagnole.

Vernos cuando creíamos que el mundo se acababa en el aeropuerto. Vernos pequeñas, vernos lejanas, vernos olvidadas.

Escuchar la sintonía de la SNCF y sentir el frío en las manos una mañana de diciembre. Sentir en el brazo el pelo áspero del pedazo de negro con el que compartí asiento en el tren. Las rayas de su americana en mi mejilla, el olor intenso. Aquel beso sorpresa mientras me peinaba en la ventana del tren. La catedral de Köln. El puente enorme sobre el río. Un Danubio inmenso. Esa plataforma que no podías pasar cuando ensayaba la filarmónica. Ver una plaza con puestos de madera y tejaditos a dos aguas cubiertos de nieve. Oler los bretzels y el chocolate. Sentir en la boca el mejor kebab que probaré jamás.

Escuchar, volver a escuchar el sonido de llamada del Skype. Volver a escuchar el sonido de colgar del Skype.

Ver un mimo en la plaza de Lille, un barrio de casas de colores de un pueblo tan precioso que he olvidado su nombre. El paisaje templado de la estación de Orléans en la que Clément me dejó tan tirada que nos levantamos a la mañana siguiente sin que se hubiera atrevido a meterme mano. El vagón de un tren Amiens-París completamente vacío un domingo por la tarde.

Quizás es mejor ponerse la ropa y ocultar las cicatrices.

Quizás las cicatrices aún templen la piel.

Porque quizás, a pesar de todo,

fui feliz. 


Mejor siempre en boca de otros.

“La vida, como un comentario de otra cosa que no alcanzamos, y que está ahí al alcance del salto que no damos. 
La vida, un ballet sobre un tema histórico, una historia sobre un hecho vivido, un hecho vivido sobre un hecho real.  
La vida, fotografía del número, posesión en las tinieblas (¿mujer, monstruo?), la vida, proxeneta de la muerte, espléndida baraja, tarot de claves olvidadas que unas manos gotosas rebajan a un triste solitario.”

 Rayuela, de Julio Cortázar. Capítulo 104.