Miércoles 31 de octubre. Alcalá
de Henares, Madrid. El diluvio universal oculta las ruinas de la antigua cárcel
de mujeres, el metafórico espectáculo que regalan las cristaleras de las aulas
de la agonizante Facultad de documentación. Dentro, asignatura optativa en el
rey de los paripés dilucidado en la reciente reforma del sistema educativo
español (que no adjetivaré para no herir sensibilidades), alias Máster de
Formación de Profesorado. Especialidad, Lengua española y literatura.
Sobre la tarima, el genial
Joaquín Rubio. Deberes: búsquenme tres poemas y díganme cómo podríamos
utilizarlos en una clase, qué aspectos de su comprensión señalarían y por qué.
Y qué esperan que el alumno aprenda de ese poema. Me lo entregan
el próximo miércoles.
En el primer segundo, cruzan por
mi mente Salinas, León Felipe, Emilio Prados. ¿Algo de Borges…? ¿César
Vallejo…? ¿Y Benedetti o Cortázar? ¿Góngora o Quevedo? Uf, no lo entienden. No
lo entienden ni de coña. De Edad Media, ni hablamos.
Así estamos. O estábamos, hasta
que se me ha cruzado un nombre por la mente.
Documento I, de
Manuel del Barrio Donaire
Vivir el presente
En busca de
comida y agua
y un buen
apartamento por 500 euros al mes.
Sobrevivir.
Tener plaza de
garaje
como el que tiene
algo de salud,
arrodillarse los
domingos
para comprobar la
presión de los neumáticos.
Lo tengo,
no lo tengo,
lo tengo,
no lo tengo,
no lo tengo,
no lo tengo,
no lo tengo,
lo tengo.
Mi vida es como
un álbum de cromos.
Si se me rompe el
portátil
puedo morir de un
ataque al corazón.
Gracias por inspirar mis deberes, Dr. Wiler.