jueves, 31 de enero de 2013

Volver, I



Tienen dieciséis años como dieciséis soles, como los (más de) dieciséis cubatas con los que he prometido emborracharme si logro salir viva de estos meses de turista en la adolescencia.

No escuchan, algunos ni hablan. No atienden, no piensan, no les interesa nada. Quizás tenga que ver con que no puedo parar de sonreírles, de observar y sonreír con disimulo a mi yo del pasado, con la mirada fija en algún punto de la mesa del profe viéndome a mí misma como alumna con la mirada fija en algún punto de la mesa del profe. Aprendo ahora que un profe es sólo un alumno estirado en el tiempo.

Lo más curioso, lo más bonito quizás, es que todo sigue igual. Ahí siguen las mismas mesas verdes tatuadas de iniciales anónimas, cimientos del ensueño en clase de matemáticas. Corazones geométricos y letras anguladas, tus iniciales y las de ese tipo del fondo sur del aula, el más punki y más rastudo y más lleno de piercings, al que has conseguido hechizar con tus gafas de culo de vaso y tu firme personalidad de filóloga en ciernes. Si ni te mira el culo, piensas, y vuelves a la trigonometría inútil, agarrándote a la vocación, el ancla a la felicidad en tu mundo de plastilina. Idiota, me diría ahora, que soñar no es gratis, que seis años es demasiado por que el pasado te dé una hostia de las que dejan marca.

Porque seis años he tardado en volver y aquí todo sigue igual. Las pizarras siguen siendo esas verdes ventanas a la vergüenza y al miedo de que todo lo que hagas puede ser utilizado en tu contra. Todo sigue sucediendo en la pizarra y en su perímetro de inseguridad. En la pizarra se precisan las fantasías de las erecciones nocturnas, se recrean las desigualdades y se mascan las tragedias.

Y qué bonito es tener un huequito en esa realidad en miniatura, ser parte de la frontera de esos cuerpos crudos con sexo de menos y vida de más. Sí, eso es sin duda lo más bonito. Lo más bonito es pensar que no hace tanto.

Que no hace tanto.




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