Vibran los segundos al borde de mis párpados, cristalizo en
los semáforos de Ronda de Valencia, regalo marranadas a los taxistas de Atocha
mientras Julia araña la puerta del coche como mis niños los minutos del recreo.
La mañana huele a pompas de sudor púber y plastidécor, a los besos a saldo en el
pasillo de 2º B.
La tarde resbala y rumia una imparable lesión cervical y
el tema 45, lírica culta y lírica popular en el siglo XV, los cancioneros,
Jorge Manrique, el romancero; el congreso de Semiosferas y la puta tesis y yo
me cago en Fer y en sus promesas de que llegará un apocalipsis dorado al filo
de la tercera Grand Cru.
Estrangulada por las 19.54 me sé ya incapaz de articular la
vida. Y me brota el futuro como una roca de un charco de petróleo, asomándose hipnóticamente
la certeza del dolor que prosigue a mi próximo naufragio. Me estalla la vida adulta a quemarropa, bajo unas nubes
primíparas que se empeñan en repudiar la primavera.
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