Pregúntate por qué apagas
la radio del coche, por qué vives en silencio. Acaso temes escucharte latir la
vida, ahora que la piel duele de callar tanto calor. Quizás retumbe aún bajo
los tubos de escape el susurro de las consonantes rasgadas al oído y alcances a
oírte rebosar electricidad.
Pregúntate por qué llegas
a casa y no enciendes la luz. Temes que los faros de los coches prendan bajo tu
ombligo, que la tele del vecino te ilumine las arrugas de los pómulos, que el
último cigarro te proyecte la locura en los párpados como diapositivas
de tu nueva vida en llamas. Los trazos en portaminas, la oportuna gorra, los
brazos cruzados, el labio mordido, los ojos ausentes buscando respuesta en la
nada. Lo real bestial de nuestro ser sobre los muslos a tres días de distancia.
Pregúntate por qué tres
dedos en la cintura es la medida del tiempo que tardarás en desplomarte. Pregúntate
por qué tiemblas y escribes sobre temblar.
Pregúntatelo.
De qué tienes miedo.