Tienes la virtud de aparecerte en
mis madrugadas. Te me cruzas de camino al baño, cuando me acucia la vejiga a
las mil de la mañana, mientras intento calcular cuánto café voy a necesitar
para mantenerme despierta dentro de no demasiado rato. Y acabas por contribuir
a que escupa letras que vibran de irritación pura, a ver si encontrándole
sentido literario a mi anarquía insomne acabas por largarte de mí. No hay
manera, y aquí estamos otra vez, letra a letra.
Sucede que me canso de
intentarte. Este tácito pacto de no agresión se nos escurre garganta abajo,
cuando tragamos saliva después de que nuestras lenguas apostaran al escondite. Atrás
quedan los agudos combates de versos actualizados, dignos de cualquier Quevedo
en plenitud con un ordenador y tres gintonics. Nada bueno podía salir de la
colisión de mi ingenuidad y tu curso de veranos en camas ajenas. Hemos
aprendido a afinar el morbo de lo imposible y a asesinar a bocados nuestras vidas
de excelencia blindada.
Así estamos, como idiotas,
dejándonos rodar por nuestro propio peso. Porque hemos aprendido también a
ignorar los tiernos guiños a nuestra conSciencia sexual. Así, te sorprende tu capacidad
para colocar el interés por mi escote en pos de mis gestos de concentración, y
yo me preocupo por la sonrisa que me brota de tu masculina seriedad cuando hablas
por teléfono.
Y
seguiremos así hasta que se nos cruce un destilado de elevada graduación que
expolie la nebulosa de la palabrería. Pero hasta entonces, por suerte o por
desgracia, seguiremos cómodamente instalados en la cobardía, la de los gilipollas
que no tocan, por no cortarse, la línea del horizonte.
joder, qué bueno.
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