miércoles, 2 de mayo de 2012

Madrugadas


Tienes la virtud de aparecerte en mis madrugadas. Te me cruzas de camino al baño, cuando me acucia la vejiga a las mil de la mañana, mientras intento calcular cuánto café voy a necesitar para mantenerme despierta dentro de no demasiado rato. Y acabas por contribuir a que escupa letras que vibran de irritación pura, a ver si encontrándole sentido literario a mi anarquía insomne acabas por largarte de mí. No hay manera, y aquí estamos otra vez, letra a letra.

Sucede que me canso de intentarte. Este tácito pacto de no agresión se nos escurre garganta abajo, cuando tragamos saliva después de que nuestras lenguas apostaran al escondite. Atrás quedan los agudos combates de versos actualizados, dignos de cualquier Quevedo en plenitud con un ordenador y tres gintonics. Nada bueno podía salir de la colisión de mi ingenuidad y tu curso de veranos en camas ajenas. Hemos aprendido a afinar el morbo de lo imposible y a asesinar a bocados nuestras vidas de excelencia blindada.

Así estamos, como idiotas, dejándonos rodar por nuestro propio peso. Porque hemos aprendido también a ignorar los tiernos guiños a nuestra conSciencia sexual. Así, te sorprende tu capacidad para colocar el interés por mi escote en pos de mis gestos de concentración, y yo me preocupo por la sonrisa que me brota de tu masculina seriedad cuando hablas por teléfono.

            Y seguiremos así hasta que se nos cruce un destilado de elevada graduación que expolie la nebulosa de la palabrería. Pero hasta entonces, por suerte o por desgracia, seguiremos cómodamente instalados en la cobardía, la de los gilipollas que no tocan, por no cortarse, la línea del horizonte.

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