Tienen dieciséis años como dieciséis soles, como los (más de) dieciséis cubatas con los que he prometido emborracharme si
logro salir viva de estos meses de turista en la adolescencia.
No escuchan,
algunos ni hablan. No atienden, no piensan, no les interesa nada. Quizás tenga
que ver con que no puedo parar de sonreírles, de observar y sonreír con
disimulo a mi yo del pasado, con la mirada fija en algún punto de la mesa del
profe viéndome a mí misma como alumna con la mirada fija en algún punto de la
mesa del profe. Aprendo ahora que un profe es sólo un alumno estirado en el tiempo.
Lo más curioso, lo más bonito quizás, es que todo sigue igual. Ahí
siguen las mismas mesas verdes tatuadas de iniciales anónimas, cimientos del
ensueño en clase de matemáticas. Corazones geométricos y letras anguladas, tus
iniciales y las de ese tipo del fondo sur del aula, el más punki y más rastudo
y más lleno de piercings, al que has conseguido hechizar con tus gafas de culo
de vaso y tu firme personalidad de filóloga en ciernes. Si ni te mira el culo,
piensas, y vuelves a la trigonometría inútil, agarrándote a la vocación, el
ancla a la felicidad en tu mundo de plastilina. Idiota, me diría ahora, que
soñar no es gratis, que seis años es demasiado por que el pasado te dé una
hostia de las que dejan marca.
Porque seis
años he tardado en volver y aquí todo sigue igual. Las pizarras siguen siendo esas
verdes ventanas a la vergüenza y al miedo de que todo lo que hagas puede ser
utilizado en tu contra. Todo sigue sucediendo en la pizarra y en su perímetro
de inseguridad. En la pizarra se precisan las fantasías de las erecciones nocturnas,
se recrean las desigualdades y se mascan las tragedias.
Y qué bonito
es tener un huequito en esa realidad en miniatura, ser parte de la frontera de
esos cuerpos crudos con sexo de menos y vida de más. Sí, eso es sin duda lo
más bonito. Lo más bonito es pensar que no hace tanto.
Que no hace
tanto.